sábado, 26 de diciembre de 2015

Capitulo 2 "De Ruta Anécdotas de un Camionero..."




Aprendiendo a Conducir 





Tenía trece años cuando Fernando me dió las primeras clases de conducción. Aprendí a pilotar con un Renault 5 copa turbo color azul. El coche era de mi hermana Trini. Algunos  Domingos por la mañana Fernando y yo tomábamos el camino hacia Ventosilla y en la primera recta; ya en las afueras del pueblo me dejaba el coche sin peligro. Fernando era muy exigente, quería que fuese un buen piloto y como tal, me enseñaba con mucha disciplina. Me probaba continuamente  y me hacia parar en las cuestas más pronunciadas, para posteriormente reanudar la marcha sin que el coche se fuese ni un centímetro hacia atrás. Cosa bastante difícil cuando no tienes experiencia. Cada vez que se me calaba, que era continuamente Fernando me decía.- “Vamos pisapedales que no llueve, que no se te vuelva a calar, hazlo otra vez”.  Y así hasta que lo hacía perfectamente. No tarde mucho en aprender lo básico y al poco tiempo ya me lo dejaba en trayectos cortos de carretera.  

Normalmente en la carretera de Villargordo a las Infantas y siempre con la máxima cautela para evitar a la Guardia Civil, claro está. Pronto tomé demasiada confianza y a veces cogía el coche, yo sólo, para dar unas vueltas por el pueblo.
Recuerdo que todos mis amigos flipaban conmigo, cuando ellos iban todavía en bicicleta, yo fardaba de coche y de saber conducir, ignorante de mi. Pues no tenía ni puñetera idea, de hecho todavía sigo aprendiendo a día de hoy.
Por aquellos tiempos todos los Domingos eran una fiesta en mi casa, siempre estaba llena de familiares y amigos para comer y pasar un buen rato. 
Aquel Domingo, mi primo Manuel y yo nos fuimos a dar una vuelta con el coche por los caminos mientras terminaban de preparar el arroz. 
Ya retirados del pueblo y dejados llevar por la euforia comenzamos a pisar el pedal del acelerador más de la cuenta.  Llegamos a poner el choche a 130 kilómetros a la hora, en las rectas de camino al Castillo y en las curvas a menos velocidad intentábamos derrapar sin mucho éxito. El castillo era una vieja finca situada a unos 8 Kilómetros de Las Infantas. 
El cabrito de mi primo, también hacia sus pinitos conduciendo. Y me animaba a pisarle todavía más.  Nos imaginábamos ser  Carlos Sainz y su copiloto Luis Moya. 
Llegamos hasta el Castillo y tras contemplar el paisaje decidimos volver a casa, pero un poco más despacio ya que el coche nos hizo un par de extraños y nos dió un poco de respeto. Pero no lo suficiente, ya que apenas a dos kilómetros del Castillo, ya íbamos a cien por hora y en la primera recta el coche comenzó a patinar de lado a lado. 
Intenté controlarlo, hice contravolante, como Fernando me había enseñado, cuando el coche se iba a la izquierda yo giraba un poco el volante a la derecha y a la inversa. Al ver que no me hacía con el control del vehículo levante el pie del acelerador, pero los bandazos cada vez eran más fuertes y cometí el error de pisar el freno, justo en el momento que el coche pasaba por encima de un badén. 
Se hincó de morro y comenzamos a dar vueltas de campana. Todo sucedió como a cámara lenta, miré a mi primo y el me miró. Nuestros rostros se transformaron por el pánico. Antes del primer impacto intenté sujetar a mi primo con mi brazo derecho, pero no pude. 
Arena, cintos de cristales rotos, cielo y mi primo y yo golpeándonos contra el interior del coche por una fuerza incontrolable. 
En una de las vueltas de campana mí primo Manuel salió despedido por la ventana antes de que el coche se detuviese por completo. Una o dos vueltas después se hizo el silencio. Ni siquiera se escuchaba el motor del coche. 
Tarde un poco en reaccionar, estaba aturdido dentro del coche. Quedo volcado hacia mi lado. Mi brazo izquierdo estaba atrapado fuera de la ventana. Por suerte caímos en unas tierras recién aradas y lo saqué sin problema. Tuve que escalar y salir por puerta del copiloto. 
Un terrible sentimiento embargó mi alma. No veía a mi primo y tampoco respondía a mis llamadas a gritos. 
-¡Manolin! ¡Manolín! ¿Dónde estás? ¡Manolín!-
Me temía lo peor, pensé que estaba dejabo del coche. 
Sin pensar si podría o no agarré con fuerza el borde de la ventana y empujé hacia arriba con todas mis fuerzas.  No sé de donde salió aquella fuerza sobre humana pero conseguí volver a poner el vehículo en cuatro ruedas. 
Me tiré al suelo y me asomé debajo esperando lo peor. Gracias a Dios mi primo no estaba allí. Recuerdo dar un gran suspiro y mirar tras de mí.
Había piezas del coche por todos sitios incluido el motor que se había arrancado de cuajo en uno de los impactos.
A unos veinte pasos, Manolín estaba intentando sentarse en el suelo mientras con sus manos se apretaba en la barriga. Me sorprendió no haberlo visto antes, había mirado bien antes de voltear el coche.  Corrí hacia él, gritando su nombre y preguntando como estaba. 
Me dijo con mucho dolor en su rostro y sin dejar de retorcerse que no sentía las piernas. En esos momentos yo no sabía que hacer, estábamos a seis kilómetros de casa en un camino muy poco transitado.
Lo examine a conciencia, solo tenía pequeños cortes y rasguños provocados por los cristales en los brazos y la cara, pero nada en las piernas. Aún así no dejaba de quejarse con los ojos llenos de lágrimas. Intenté ponerlo de pie y le inste a andar, pero no podía dar ni un solo paso. 
Sin pensarlo dos veces lo cogí en brazos y comencé a correr hacia casa. Mi primo tenía once años y era un pocomás bajito que yo, pero no mucho. Para mi era bastante pesado. No recuerdo con exactitud cuantas veces tuve que parar y bajarlo de mis brazos para recuperar fuerzas, mis brazos se me entumecían por el esfuerzo  y a los veinte minutos ya casi solo podía andar con él.  Me maldecía interiormente en cada parada por no tener más fuerza y poder llevarle pronto a casa y sin detenerme. 
Cada vez que parábamos mi primo se tumbaba en el camino y se retorcía de dolor. Yo estaba cada vez más preocupado por él, así que mis paradas para recuperar el aliento no superaban los treinta segundos.  
Después de cuatro kilómetros con mi primo en brazos y  a dos kilómetros de casa. Yo estaba exhausto, no podía más. Gracias a Dios un coche rojo se acercaba hacia nosotros en dirección al pueblo. Conducía un hombre que se detuvo a nuestro lado y nos pregunto como estábamos.   Nos dijo que había visto nuestro accidente desde el aire y aterrizo para ayudarnos. 
El hombre venía de una pequeña escuela de vuelo que habíamos dejado atrás.
Nos subió al coche y nos llevó a casa.     
    De camino nos preguntó por lo sucedido y el hombre intentó tranquilizarnos ya que ambos estábamos prácticamente en estado de shock. 
Al llegar a casa nos dijo que esperáramos en el coche, que él hablaría con nuestros padres primero para no preocuparles y quitarle hierro al asunto. 
El hombre llamó a la puerta, le abrió mi madre. Al verla yo bajé del coche y me acerqué a la puerta mientras aquel señor desconocido intentaba explicar lo sucedido. 
Comenzaron los gritos y el nerviosismo. Salió de la casa  toda la familia, a mi no dejaban de regañarme y no recuerdo si me llevé algún pescozón. Pero si llorar desesperado y muy preocupado por mi primo. Había mucha confusión.  
Sacaron a mi primo del coche y lo montaron en el nuestro para llevarle a urgencias rápidamente.
Me preguntaron y me examinaron más de cien veces para ver si yo también necesitaba ir a urgencias, pero yo me negaba, estaba bien. Sólo me preocupaba Manolín. Yo quería acompañar a mi primo pero no me dejaron. Ya estaba castigado sin salir de casa hasta que me fuera a la mili.   
Se fue casi toda la familia al hospital. En casa quedamos mis hermanas, primos pequeños y una de mis tías.
Tuve un ataque de ansiedad, mis hermanas y mi tía intentaban consolarme. Pero yo tenía un nudo en la garganta y un sentimiento de culpa y preocupación que no me dejaba respirar. 
Mis hermanas prepararon la bañera y prácticamente me llevaron a la fuerza y me ayudaron a desnudarme mientras me examinaban por si tenía alguna herida. 
Aún recuerdo esa puñetera sensación de impotencia y soledad cuando mis hermanas se fueron del baño y me dejaron solo. 
Mi cabeza era un hervidero. ¿Cómo estaría mi primo?. ¿Por qué no podía andar si no tenía las piernas rotas?. 
Yo con once años había sufrido un grave atropello en el que casi pierdo la vida. Pero eso es otra historia que contaré en otro momento. El caso es que en aquel atropello el coche me fracturó las dos piernas en tres partes: tibia y peroné. 
Yo tenía experiencia en roturas de huesos y sabía que lo suyo no era fractura. ¿Qué tendría mi primo?. La incertidumbre me atormentaba. No dejé de llorar en todo el tiempo que estuve el baño, eran lágrimas amargas como la hiel, llenas de rabia, impotencia y culpa, aunque lloraba  de forma más calmada.
Mis hermanas entraron de nuevo en el baño y al intentar levantarme me quedé engarrotado, me dolía muchísimo la espalda, tanto, que con mucho esfuerzo me tuve que acostar acompañado de un sentimiento de culpa que me oprimía el alma.     
A mi primo lo tuvieron que operar a vida o muerte. Se iba, se estaba muriendo poco a poco y los médicos no sabían de que. Hasta que al abrirle, se percataron de una rotura de las ternillas que recubren el intestino grueso. 
Gracias a Dios, pudo salvarse y todo quedó en el susto. 
Yo estuve una semana sin poder moverme de los dolores y castigado sin salir de mi casa tanto tiempo que ni recuerdo. 
Ambos aprendimos una gran lección.
“El exceso de confianza al volante puede cambiar tu vida en un instante o terminar con tu vida para siempre”
Con cariño a mi primo Manolín.  
   

   "LA LIMITACIÓN MÁS GRANDE DEL SER HUMANO RESIDE EN SU PROPIA MENTE."